Esta semana estaba un poco harta, me levanté y me dije: «Hace demasiado tiempo que todo es siempre igual, cambia, cambia, cambia…» Y empecé cambiando mi pelo. Podría haberme dicho «cambia tu casa», pero esta vez le tocó a mi pelo.
Bajé a la peluquería de Loli y empecé por hacerme lo que nunca me había hecho: me rapé media cabeza y ¿sabes qué? ¡Qué bien me sentó! Mechas rubias, flequillo largo y un lado al rape y oye, todo el mundo dice que estoy guapísima.
La misma sensación tenemos muchas veces con nuestras casas, cuando sentimos que llevan años y años igual y que queremos darles un cambio, pero, unas veces por pereza, otras porque económicamente no nos es posible y otras veces porque simplemente la vida no nos da para más. Pero ahí queda nuestra habitación o nuestra sala de trabajo, siempre igual. Cambiar tu casa, el ambiente de trabajo incluso de amigos, es muchas veces muy necesario, hasta para la salud.
Reconozco el valor que tienen muchas personas cuando un día, sin venir a cuento, así sin más, se lían la manta a la cabeza y ¡oye! pintan paredes, muebles, sofá… A veces todo low cost, sin necesidad de gastar un dineral, y se les queda la cosa que da gloria bendita verla, como diría mi querida abuela María.
A mi me pasa, y quizá se por eso de que en casa del herrero cucharón de palo , que soy capaz de pegarle un cambio radical a mi pelo, pero no de pintar mis paredes o cambiar mis muebles que guardo como un tesoro.
Sin embargo, hay que decir, que no siempre es necesario hacer la obra del murallón para cambiar un dormitorio, basta con poner un cabecero, una mesita y ¡Voïla! ¡Magia potagia!
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¿Y tú, qué vas a cambiar?